El arte no siempre se trata de inventar algo nuevo, sino de escuchar lo que ya existe y hacerlo hablar otra vez. Mi trabajo parte de ese diálogo: el Renacimiento, sus formas, sus cuerpos, sus símbolos… traídos al presente, enfrentados con lo que somos hoy.
Mi trabajo es el lugar donde encuentro el límite de lo humano: la materia, el bronce, la piedra, la pintura, siempre resisten, pero también se abren cuando uno insiste lo suficiente. Mis piezas nacen de esa tensión: lo clásico que permanece y lo contemporáneo que lo interrumpe. Ángeles que no miran al cielo sino a nosotros, mujeres que atraviesan siglos con la mirada, figuras que cargan el peso del silencio.
Cada obra es una búsqueda de lo imposible: capturar un instante que se siente eterno. No busco respuestas fáciles ni imágenes decorativas; busco incomodar, detener, provocar. Porque creo que el arte no es un lujo, es un espejo, y a veces ese reflejo duele.
Este es mi camino: reescribir lo eterno con mis manos, llevar la tradición hasta el límite y preguntarme —y preguntarte— qué queda de nosotros en medio de la historia.
Hoy, muchas veces, el arte se rodea de palabras y relatos que pesan más que la obra misma. Yo quiero caminar por otro lado. Creo en el artista que enfrenta a la materia, que lucha con ella hasta arrancarle algo verdadero. En el trabajo que no necesita adornarse con un discurso vacío para sostenerse.
Quiero irrumpir esas barreras. Demostrar que el arte sigue siendo oficio, cuerpo y fe. Que aún existe espacio para piezas que se sostienen por sí mismas, por su propio peso, por su presencia real.
Mi obra nace de esa convicción: volver a la esencia, a la forma, a la mirada, y llevarlas al límite para que no haya dudas de que detrás de cada pieza hay un artista, y sobre todo, una búsqueda verdadera.
El arte es, en última instancia,
una puerta hacia lo eterno.